Azul

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Escribiendo

viernes, 21 de septiembre de 2007

Un pequeño cuento, para ustedes...

DISFRACES

Voy rumbo a Welzen, mi pueblo natal, para visitar a mis padres. Desde hace ya casi cinco años vivo en Berlín, donde mis padres me creen felizmente casada con un médico.
Todo va en orden. La ropa de viaje y el equipaje de una señora. La alianza en mi mano izquierda, una foto de mi supuesta boda y una carta de mi supuesto marido constituyen pruebas de mi condición ante mis padres.
El tren se detiene en un pequeño pueblo llamado Stengal. Sólo un anciano aborda el tren. Ante la mirada despectiva de los demás pasajeros, el anciano comienza a buscar un lugar para sentarse. Vestido con harapos y con aspecto cansado, recorre con la mirada los asientos disponibles.
Son pocos los lugares ocupados. En el vagón sólo hay diez personas sentadas. Tres matrimonios judíos, que van juntos, a pocas hileras de mi lugar. Una pareja de ancianos con una niña pequeña se ubican en la fila siguiente a la mía, bien atrás.
Los tres matrimonios, que rondan los cincuenta años, lo miran con desaprobación y disgusto. El anciano retrocede y se sienta frente mío.
-Viejo sucio – murmura uno de los hombres.
-¿Cómo lo dejaron subir a este tren? – se pregunta la más obesa de las tres
señoras.
-Deberían enviarlo con el equipaje.
-Habrá robado dinero para comprar su boleto.
-¡Qué vergüenza! ¡Las cosas que pasan hoy en día! El mundo está cada vez peor.
El anciano levanta los ojos y me mira, quizás esperando recibir una mirada reprobatoria. Le sonrío. Sus ojos son pálidamente celestes. No es tan anciano como me pareció en un primer momento por su pesado andar. Debe rondar los sesenta años.
Conozco esa mirada. Es la del hombre rechazado, el hombre herido, el hombre abandonado. He visto miles de veces esa mirada: en ojos azules, en ojos marrones, en ojos verdes. Pero es siempre la misma mirada. Dolor. El dolor del desprecio.
Muchos de mis clientes llegan a mí con esa mirada. Hombres despreciados que desean ser amados. Al menos, desean por un instante imaginar que son amados. Y me presto a ese juego.
No hay manera en que esa mirada se transforme en deseo, como ocurre con las miradas de quienes ya me frecuentan. Este hombre no me conoce, no hay forma de que requiera mis servicios. No, su mirada no está cambiando. Pero comienzo a sentir ese dolor que siente él. El dolor del desposeído. Lo he sentido tantas veces yo misma. Pero nunca con tanta intensidad. Siento que él me transmite ese dolor.
El anciano ha cerrado sus ojos. Duerme apoyado en la ventana. Yo custodio su sueño mientras oigo las risotadas de sus burladores, quienes seguramente siguen mofándose del pobre anciano.
Presto atención a sus comentarios. Viajan desde otro pueblo a Wittenberge, para celebrar una fiesta judía. Se entusiasman por la llegada de un tal rabino Avram.
Entretanto pienso en pedirle al anciano que me acompañe a casa y se haga pasar por mi marido. Al menos le pagaré unos marcos que podrán ayudarle en sus desventuras.
El tren llega a Wittenberge, donde deben bajarse los judíos. El anciano se despierta y se levanta de un salto. Se bajará en esta estación.
- Buen señor – le digo, pero no me oye. Ya está bajando del tren. – Buen señor – repito, siguiéndolo para hablarle.
Un grupo de gente de la estación se abalanza sobre él.
-¡Rabino Avram! ¡Bienvenido a nuestro pueblo!
-Gracias, gracias, queridos míos – dice él.
La señora obesa abre sus ojos desorbitadamente. Codea a su marido. El resto del
grupo, tomando su equipaje apresuradamente, corre tras él.
-Rabino Avram, disculpe que no lo reconocimos.
-Perdónenos por no haberlo invitado a unirse a nosotros.
-Vinimos hasta aquí para conocerle en persona.
-Por favor, disculpe si hemos hecho algún comentario ofensivo hacia su persona.
-Sí, por favor, perdónenos.
El anciano levanta su voz y todos callan. Con una sonrisa seria les dice:
- Está bien, queridos míos, yo los perdono. Olvidaré la falta pero no olviden ustedes
que el Señor no mira la apariencia, sino el corazón; y hagan ustedes lo mismo.
El tren comienza a moverse y yo me quedo sobre él, rumbo a mi pueblo. Vuelvo a sentarme en mi lugar. ¿Todo está en orden? Mi ropa de viaje y mi equipaje de señora. La alianza en mi mano izquierda, la foto de mi supuesta boda y la carta de mi supuesto marido. Pero ¿mi corazón? Mi corazón se queda en la estación de ese pequeño pueblo.

Patricia Fernández
Estudiante de Letras

2 comentarios:

Vos dijo...

Gracias por publicar Patofer, ya pensaba que esto se estaba cayendo.

Tamagotxi Ben Avid dijo...

Quiero saber por qué no le cuenta a sus padres que no tiene marido! Quiero saber todo lo que no contó la desalmada de la narradora! A veces pienso que una lee las cosas de los demás como quien pone el ojo en la cerradura. Quiero saber de la narradora porque entonces eso me deja abierto un pasaje a la autora (¿o es una ilusión la mía?, ¿es todo ficción?, ¿qué parte de nosotros está en lo que escribimos por gusto?)
¡Pato, me gustó leer este cuento!