Azul

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Escribiendo

sábado, 25 de agosto de 2007

Razón, escritura, literatura

Razón, escritura, literatura

Pablo Maximiliano Pellejero

A los que estudiamos letras nos gusta leer y escribir, o, por lo menos, una de las dos cosas. Generalmente, por eso es que elegimos esta carrera. Especulamos con la idea de que nuestro futuro trabajo como docentes o como investigadores (o como periodistas, correctores, etcétera) tenga, aunque sea, un poquito que ver con aquello que nos apasiona.
Como decía, algunos llegamos hasta acá porque tenemos una extraña manía: la de leer y tratar de comprender todo escrito que el destino nos ponga entre manos; y queremos ver si ahí, en la Facultad de Humanidades, se nos explica a qué se debe tan peculiar característica cuyo efecto más trascendente suele ser el mero disfrute. Otros, porque hemos descubierto que tratando de plasmar nuestro pensamiento en palabras nos sentimos más satisfechos que casi con cualquier otra actividad. Y otros, porque lo que más nos importa es hacer lo posible por mostrar a los demás esas maravillas del lenguaje que a penas estamos empezando a descubrir.

Me han pedido que hable sobre la escritura, sobre el placer de escribir. Y voy a hablar de ello, pero lo voy a hacer desde mí propia experiencia. Me gusta escribir. No soy poeta, no escribo cuentos ni novelas, ojalá tuviera esa capacidad, si es una capacidad; tal vez sea un don.
Al estudiar Letras se lee bastante, como suele decirse:
— ¿Y qué estás estudiando?
— Letras.
— Ah… vos debes leer muchísimo, ¿nocierto?
Mientras se estudia esta carrera no se escribe tanto como se lee, pero también se escribe mucho —y eso, sin tener en cuenta que tal vez haya varios que, además de estudiar, se dediquen a escribir (poesía, novelas, cuentos, o quién sabe qué). Y si, cuando el contexto nos es favorable, nos pasamos el día leyendo, es posible que debamos pasar la noche escribiendo. Cuando una materia coincide con nuestro gusto personal —y esto implica muchísimos factores: temas y profesores entre los más relevantes—, es buenísimo porque es uno de los pocos momentos en que se puede unir lo que llamamos “facultad” con lo que podemos llamar “gusto”, “placer” o “afición”.

Pero, como esto último es muy poco frecuente, tenemos que ir aprendiendo a disfrutar a través de cómo escribimos, porque lo que escribimos muchas veces no es lo que más nos motiva. Y en este punto, como dije antes, puedo hablar sólo por mí. Porque todos tenemos maneras diferentes de sentir el lenguaje. Y, en particular, tenemos distintas formas de sentir esa consecuencia, ese prodigio, esa manifestación del lenguaje que nos fascina y que llamamos literatura. A veces, ni siquiera nos ponemos de acuerdo a qué vamos a llamar literatura y a qué no.
Por eso decimos que no todo lo que leemos es literatura ni todo lo que escribimos tiene que ver con ella. El área de lingüística, la que en nuestra carrera se ocupa de buscar una explicación más o menos científica de esto que todos transitamos y que podemos llamar la posibilidad del lenguaje, la de poner ideas en palabras; esta área, suele parecernos que nada tiene que ver con las literaturas. Y, en el mismo sentido, cuando elegimos estudiar literaturas y sumar al placer mismo de su lectura la posibilidad de aventurar alguna interpretación, buscamos —o nos proponen— algún marco teórico que nos dé un cierto respaldo para decir cómo está hecho el texto literario, qué es lo tiene que atrae y conmueve a quien lo lee.
De la misma forma, con un poco más de esfuerzo, tal vez podamos hacer que los instrumentos que nos ofrece la lingüística nos permitan dar cuenta no sólo del funcionamiento y de la naturaleza del lenguaje de todos los días sino también del literario. Esos discursos teóricos que explican el objeto que por excelencia nos interesa, es decir, el lenguaje en todas sus manifestaciones, son los que podríamos llamar discursos de la razón.
Así es como en vez de decir simplemente qué es lo que entendimos al leer El sonido y la furia de William Faulkner, lo diremos explicándolo, por ejemplo, a partir de la forma en que el autor utiliza la técnica del fluir de la conciencia. Y ahí es cuando se empieza a percibir, sobre todo en los que estamos más interesados en la lingüística que en la literatura, un cierto afán clasificatorio, categorizador, estructuralista, podría decir, que, sólo a efectos de este discurso voy a denominar “racionalizador”, y que, llevado al extremo, puede ser terrible.
Digo que es racionalizador porque establece límites racionales, destinados a la comprensión. Aunque no me olvido de que cuando algo es llamado “racional” implica ese iluminismo cartesiano que tanto podría dañar la autoestima de los que creemos haber escapado de “la modernidad”, los que fantaseamos con la idea de ser, por lo menos, sujetos posmodernos: unos pero múltiples, autosuficientes pero frágiles, sólidos pero líquidos, como díría Zygmunt Bauman.

¿Cuál es la salida a esto? ¿Cómo se puede expresar la emoción que nos hizo entrar a esta carrera si es que nuestra intención pasaba por aprender a leer y a escribir? Porque diremos que el de la Facultad es un ambiente que suele ser más favorable a la racionalización que a la expresión. Entonces, parece imposible pensar que se puede hacer las dos cosas a la vez. Toda la tradición del pensamiento occidental que comenzó con Platón nos ha enseñado a pensar que el discurso de la razón y el discurso de la expresión son, a simple vista, incompatibles.

Y aquí quiero traer a nuestro Borges.
Jorge Luis Borges, como sabemos, es uno de los escritores más importantes a nivel mundial. Pero ¿por qué lo es? Una de las razones es que en su obra narrativa desarrolló también una poética, es decir, una teoría literaria, pero no como un manual de instrucciones que consultaba cada vez que escribía; como si quien leyera teatro consultara la Poética de Aristóteles para ver si se respetan las unidades de tiempo, de lugar y de acción en una obra. Borges fue desarrollando, a medida que escribía, una teoría sobre lo que estaba escribiendo. Y lo hizo antes de que “famosas” teorías literarias como la de los formalistas rusos y las de los miembros de la Escuela de Praga se conocieran en el mundo. Así, Borges logró unir, más allá de la anécdota, el discurso literario con el teórico: la expresión con eso que he llamado racionalización.
Veamos cómo lo hace, por ejemplo, en el cuento “La forma de la espada”. En la narración que el Inglés de la Colorada hace al personaje de Borges, él (el Inglés) es el punto desde el cual narra los sucesos y cuenta la historia de la traición de la que lo ha hecho víctima Vincent Moon. Pero al descubrirse él mismo como Vincent Moon:
Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el final. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme
[1].
se confunden, se unifican en el cuento, las figuras del narrador y la del personaje.
De esta forma, con un cuento, Borges nos muestra, nos enseña, que así como la razón no es la obligación de toda palabra, tampoco la emoción tiene necesariamente que ser la meta de toda expresión literaria. Eso es lo que parece decirnos.
¿Y nosotros, los amantes de las letras? La velocidad que nos impone la rutina diaria tal vez menoscaba nuestras oportunidades para una expresión pura. Y esto puede ser lo más doloroso: quizás nadie espere nuestra escritura, nuestra literatura.
El ejemplo de Borges se cuenta entre lo que suele denominarse alta literatura, pero en el habla, y aún en la escritura cotidiana, suelen presentarse oportunidades para unir la expresión que racionaliza con la manifestación de la emoción.

En una medida quizás un poco mundana y seguramente modestísima, los que estudiamos Letras —o por lo menos, yo, que estudio Letras— tratamos de ingeniárnosla para integrar esos dos discursos, el racionalizador que nos apasiona, nos frustra y nos vuelve un tanto obsesivos, con el que nos permite expresar lo que va más allá de la razón y se nos hace pobre si sólo lo nombramos con el lenguaje de la razón.
Esto, la búsqueda de los instantes donde la ardua belleza de una trama, la poesía minuciosa de un personaje, la psicología —o el alma— de la heroicidad se dejan ver, suele ser lo que en última medida nos produce el mayor placer. Y digo búsqueda y digo instantes porque nada nos garantiza el encuentro, la meta. Pero también porque la insistencia de nuestra apasionada obsesión por la literatura o simplemente por la escritura misma no nos deja vacíos. Como expresó el poeta griego Constantin Kavafis son las grandes metas las que nos permiten disfrutar del camino, y son los grandes ideales los que nos permiten enriquecernos en lo cotidiano, en los instantes sucesivos. Por eso, para finalizar, quiero compartir con ustedes esta poesía de Kavafis que compartió conmigo Griselda Fanese.

Ítaca

Cuando partas hacia Ítaca
pide que tu camino sea largo,
rico en aventuras y conocimiento.
A lestrigones y cíclopes,
al furioso Poseidón no temas.
En tu camino no los encontrarás
mientras en alto mantengas tu pensamiento,
mientras una extraña sensación
invade tu espíritu y tu cuerpo.
A lestrigones y cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás
si no los llevas en tu alma,
si no es tu alma la que los pone ante ti.

Pide que tu camino sea largo.
Que haya muchas mañanas de verano en tu ruta
cuando con placer, con alegría
arribes a puertos nunca vistos.
Detente en los mercados fenicios
para comprar finos objetos:
madreperla y coral, ámbar y ébano,
sensuales perfumes -tantos como puedas-
y visita numerosas ciudades egipcias
para aprender de sus sabios.
Lleva a Ítaca siempre en tu pensamiento,
llegar a ella es tu destino.
No apresures el viaje,
es mejor que dure muchos años
y que seas viejo cuando llegues a ella
rico con lo que has ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te recompense.

A Ítaca debes el maravilloso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino
y ahora nada tiene para ofrecerte.
Si la encuentras pobre, Ítaca no te engañó:
hoy que eres sabio, y rico en experiencias,
sabes qué significan las Ítacas


[1] En J. L. Borges, La muerte y la brújula, Buenos Aires, Emecé, 1951. Pág. 79.

1 comentario:

Tamagotxi Ben Avid dijo...

Muy bonito lo de Constantin, pero que explique por qué a Ulises, entonces, le convenía tanto llegar y echar a los pretendientes de la tejedora inane. Algo debe haber en Ítak que todos quieren llegar y no pueden disfrutar del viaje.
Otra pregunta: ¿Hay muchas Ítaks, entonces?