Azul

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Escribiendo

sábado, 25 de agosto de 2007

Leer la palabra para leer el mundo

Leer la palabra para leer el mundo

Cristina Mabel Gatica

Yo conocí un pueblo condenado a cien años de soledad. Sus habitantes son considerados meros espectros que vagan sin rumbo y no significan más que un voto cuando llega la ocasión y que por lo tanto no valen más que una caja de alimentos, un colchón, una frazada cada cuatro años. Se dirá que este es un conjunto de frases hechas, ya pronunciadas por innumerables bocas; pero, a pesar de que así sea, todo sigue igual. No habrá necesidad de que mencione el nombre de ese pequeño pueblo perdido en la olvidada ruta 23 de la provincia de Río Negro, porque ese pueblo también es este y aquel, es cualquier barrio de la periferia, es el pibe que pide moneditas en los semáforos o el que intenta vender unas tortas fritas en la esquina sin que lo desalojen; son las personas que se refugiaron en la catedral de Neuquén y que fueron invitadas a marcharse; es el señor que duerme debajo de unas maderas en Chile y Don Bosco.
Qué mejor herramienta que la educación para acabar con todo esto de una buena vez. Pero no la educación que termina por “domesticar” a la persona, la que lo manipula y la hace perder la conciencia de la dignidad; esa pérdida que lamentablemente es la que nos ataca por todos los flancos. No esa educación, sino, como Paulo Freire pregona, una educación que garantice la práctica de la libertad, que procure la liberación de la conciencia con vista a la posterior integración activa de la realidad, como sujeto de su historia y de “la” historia, que ayude a “reflexionar sobre la voluntad ontológica de ser sujeto”.
Y qué mejor instrumento que las letras para cumplir con este objetivo utópico; la literatura como trasmisora de la palabra y del mundo, como resistencia a los poderes del desarraigo. La democratización de la cultura implica considerar la palabra como derecho básico y fundamental para todos; considerar que creación humana es tanto la gran poesía consagrada durante siglos como el cancionero popular, considerar que los llamados “ignorantes” son personas cultas a las que se les ha negado el derecho de expresarse.
La literatura se me presenta como el grito más estridente para derrumbar la cultura del silencio: si los escritores leen el mundo antes de escribir la palabra por qué no leer la palabra para así leer el mundo. No creo estar muy equivocada: por alguna razón la censura tuvo como blanco predilecto a los libros, por alguna razón las letras siempre asustaron al autoritarismo.
Lo que ocurre es que leer literatura implica considerar las propias aptitudes creadoras; no se la percibe como una yuxtaposición de prescripciones dadas, implica un instante de reflexión y ese instante ya puede ser considerado como una rotunda transformación. Decir la palabra implica una transformación, es un acto creador capaz de engendrar otros actos creadores que desarrollan la impaciencia, la vivacidad, característicos de los estados de invención y de reivindicación.
El lenguaje, el pensamiento y la realidad establecen una relación estrechamente solidaria. No dejemos que otros decidan qué, cómo y para quién podemos leer el mundo. No consideremos que un trozo de texto es solo eso, ni que una composición literaria puede limitarse a ser la justa combinación de papel y tinta.

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